Javier Muguerza es considerado como uno de los filósofos éticos más importantes de finales del siglo XX y comienzos del XXI en España. Nació el 7 de julio de 1936 en Coín, Málaga. Su abuelo fue el abogado Francisco Muguerza Luna. Este sería asesinado, junto a sus cinco hijos: Tomás, José María, Javier y Antonio, y Luis, padre de Javier, en Coín por los anarquistas de la FAI, en agosto de 1936, al mes de su nacimiento.

Cursó estudios de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró en 1965 con la tesis “La filosofía de Frege y el pensamiento contemporáneo”. Discípulo de José Luis Aranguren y José Ferrater Mora, fue profesor en las universidades de La Laguna en Tenerife y en la Autónoma de Barcelona.

Cuando publicó su primera obra,  La razón sin esperanza (1977), se convirtió inmediatamente en un referente de la ética en nuestro país. Fue director del Instituto de Filosofía del Centro Superior de Investigaciones CientíficasCatedrático de Ética por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid, compaginó la enseñanza con la dirección de la revista de filosofía moral y política, Isegoría.

Su trabajo está inscrito en la corriente de la filosofía analítica, siendo uno de sus principales introductores en la filosofía española, con sus traducciones de Bertrand Russell o su compilación La concepción analítica de la filosofía (1974).

Su propuesta ética, denominada La alternativa del disenso, publicada por vez primera en 1988, fue incluida en El fundamento de los derechos humanos, volumen colectivo coordinado por Gregorio Peces-Barba, y de un modo más extenso y detallado en Desde la perplejidadEnsayos sobre la ética, la razón y el diálogo (1990) y Ética de la incertidumbre (1990).

El distanciamiento de la razón cerrada sobre sí llevó a Muguerza, a través de la razón comunicativa de Jürgen Habermas, a componer una guía de perplejos que define la perplejidad como una opción disidente existencial no exenta de orientaciones utópicas.

Contrajo matrimonio con Concepción López Noguera, con la que tuvo dos hijos.

Javier Muguerza falleció el 10 de abril de 2019 en Madrid.

De él decía Ernesto Garzón Valdés, filósofo del Derecho argentino con quien debatió sobre las relaciones entre Ética y Derecho:

“Conozco pocos filósofos en lengua castellana que dominen con tan soberana e inteligente erudición la problemática de la ética contemporánea como Javier Muguerza. Menor aún es el número de quienes exponen sus ideas con analítica claridad y toman posición frente a otras corrientes filosóficas impulsados no sólo por el placer intelectual de la polémica, sino también por el afán de formular propuestas que contribuyan a una mayor vigencia del respeto a la dignidad humana en la complicada vida de nuestras sociedades. Los escritos de Muguerza son, en este sentido, ejemplares” (Acerca del disenso. La propuesta de Javier Muguerza)

En el presente texto, Ética, disenso y derechos humanos, se propone Javier Muguerza argumentar a favor de una fundamentación de los Derechos humanos desde su “Alternativa del disenso” en discusión con las teorías iusnaturalistas, positivistas, consensualistas y cognoscitivistas, también denominadas teorías discursivas o de la comunicación.  

Parte Muguerza de la definición de Derechos humanos del filósofo del derecho Antonio E. Pérez Luño como un conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional. Esta definición le parece válida, en cierto sentido, al filósofo malagueño, tanto por concretar una serie de “exigencias humanas” como por aludir al carácter histórico de semejante concreción.

En lo que ya no coincide con el autor Pérez Luño es en la idea de que sólo desde un enfoque iusnaturalista tenga sentido plantear el problema de la fundamentación de los derechos humanos, toda vez que para Muguerza no existe nada que podamos considerar “naturaleza” de la que derivarían los derechos.  

Según Muguerza, los derechos humanos muestran un rostro jánico, siendo por un lado exigencias morales y, por otro, normas jurídicas válidas, equivalente a la distinción entre moralidad y legalidad. Esta tensión será negada por los detractores de los derechos humanos, como Joseph de Maistre para quien no existía el hombre sino hombres conformados según las naciones con sus  costumbres, morales, normas,  etc. Muguerza destaca la importancia de la crítica del filósofo ético Richard Dworkin al positivismo jurídico. La crítica de Richard Dworkin se dirige contra la pretendida autosuficiencia positivista del Derecho, que es dudoso que pueda encerrar dentro de sí su propio fundamento. Esto es, ningún sistema de leyes se justifica en sí mismo.

A continuación Muguerza analiza la propuesta de Norberto Bobbio, quien considera que la fundamentación de los derechos humanos ya habría sido resuelta desde la propia Declaración de 1948 como fruto de un consenso claro. El consensualismo está ligado en la historia de las ideas al contractualismo. Y en relación a éste, la ética comunicativa o discursiva contemporánea de Habermas o Apel sostienen que un  acuerdo colectivo de carácter fáctico del género convencional o contractual,  sólo merecería ser tenido por “racional” en la medida en que el procedimiento de obtención del mismo se asemeje al que habrían de seguir los miembros de una asamblea ideal para obtener, en el supuesto de una comunicación plena entre ellos y por la exclusiva vía del discurso o la argumentación cooperativa, un consenso asimismo ideal e incluso contrafáctico cuya racionalidad se halla a salvo de sospecha.

Sin embargo, como ya criticara Apel (incluyendo en su crítica todo el consensualismo y el convencionalismo moderno), nuestras convenciones pueden servir lo mismo para avalar normas justas que normas injustas, lo mismo servirán para fundamentar derechos humanos que derechos inhumanos, de donde se desprende que tales convenciones no nos sirven para nuestros propósitos.

Habermas sostiene que el criterio de fundamentación de una norma no es otro que el consenso obtenido a través de un discurso racional, consenso que, por tanto, resultará ser un consenso racional cuya obtención depende de una serie de condiciones hipotéticas- la conocida hipótesis de la situación ideal de habla- tales como la de que todos los implicados en el diálogo gocen de una distribución simétrica de las oportunidades de intervenir en él y la de que el diálogo se desenvuelva sin más coerción que la impuesta por la calidad de los argumentos (condiciones, como se ve, que más que de hipótesis cabría asimismo tildar de “contrafácticas”; esto es, de contrarias a los hechos, pues en la realidad no se da nunca una situación de esas características.

La racionalidad a la que alude Habermas no es sino aquella “racionalidad procedimental” cuyo preludio encontramos a finales del siglo XVIII cuando Kant, apoyándose en Rousseau, gustaba de decir que la prueba de toque de la legalidad de cualquier norma jurídica consistía en preguntarnos si “podría haber surgido de la voluntad unida de todo un pueblo”.

La voluntad racional a la que se refiere Habermas- la voluntad producto de “una formación imparcial de la voluntad”, esto es, de la voluntad colectiva; voluntad que, al igual que la voluntad general del Rousseau del Contrato Social , no se contentaría con un consenso que se limite a reflejar la suma de una serie de intereses particulares, sino que pretendería alumbrar más bien el interés general de la colectividad, es decir, los “intereses generalizables” de sus miembros a través, como vimos, de un consenso racional.

La racionalidad procedimental se acredita para Habermas “a través de la prueba de su capacidad de generalización de intereses”. Ello vendría a arrojar una medida crítica para el análisis y la evaluación de la realidad política de un Estado de Derecho, aquel Estado, a saber, “que extrae su legitimidad de una racionalidad de los procedimientos de promulgación legal y administración de justicia llamada a garantizar la imparcialidad.

En la versión hasta la fecha canónica de su ética del discurso, Habermas ha podido cifrarla en la propuesta de una transformación discursiva del “principio de universalización” kantiano, es decir, de una de las formulaciones del imperativo categórico kantiano. Allí donde prescribía “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal; la versión habermasiana le hace prescribir más bien: “En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”, donde discursivamente no querría aquí decir otra cosa que “democráticamente”.  

El profesor Elías Díaz es el primero en reconocer que la regla de decisión mayoritaria se halla lejos de garantizar la justicia de las decisiones que hace posibles, por lo que concluye Muguerza, que el consensualismo de Habermas o de Apel no parece ser mucho más operativo que el puro y simple convencionalismo o consensualismo de Bobbio.

Mas la cuestión que aquí  interesa a Muguerza dilucidar es la de si aquella racionalidad procedimental, con todos los complementos que se quieran, clausura sin residuo el ámbito de la razón práctica, lo que es tanto como decir el ámbito de la ética.

Muguerza concluye que no y  se aproxima ahora al filósofo alemán Ernst Tugendhat quien  echa mano  de la tercera  formulación del imperativo categórico kantiano: “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”.

Muguerza lo llama el imperativo de la disidencia, por entender que –a diferencia del principio de universalización, desde el que se pretende fundamentar la adhesión de valores como la dignidad, la libertad o la igualdad- lo que ese imperativo habría de fundamentar es más bien la posibilidad de decir “no” a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad.

Se trataría, indica Muguerza,  de preguntarnos si no extraeremos más provecho de un intento de fundamentación negativa o disensual de los derechos humanos, a la que llamará la alternativa del disenso”. En su favor, nos encontramos por una parte argumentos de carácter histórico, como es la afirmación de que los derechos humanos constituyen “uno de los más grandes inventos de nuestra civilización, en el mismo sentido que los descubrimientos científicos o los inventos tecnológicos como habría señalado el filósofo argentino Carlos Santiago Niño. La lucha por los Derechos Humanos, desde el Bill of Rights inglés de 1689 hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 nos mostraría una tensión entre el consenso y el disenso, al modo como según Thoms S. Kuhn había interpretado el proceso de desarrollo científico.

Pero es la argumentación filosófica la que le interesa sobre todo a Javier Muguerza, donde  el imperativo de la disidencia reclama su puesta en conexión no sólo con la ética kantiana sino también con la filosofía política de Kant, y de manera muy especial, con su inquietante idea de la “insociable sociabilidad” del hombre, que nos muestra una visión conflictual de la historia y de la sociedad.

El imperativo de Kant afirma que el hombre no es un fin a realizar, como lo son, algunos fines particulares que son medios para la consecución de otros fines, como por ejemplo,  como pongamos por ejemplo, el bienestar y la felicidad. Por lo que se refiere al hombre como fin, advierte Kant, “el fin no habría de concebirse aquí como un fin a realizar, sino como un fin independiente y por tanto de modo puramente negativo, a saber, como algo contra lo que no debe obrarse en ningún caso”. El hombre, dirá Kant,  no tiene precio, sino dignidad. “Aquello que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo, eso no tiene un valor intrínseco, esto es, dignidad”. Son hermosas palabras, ciertamente, ¿pero por qué todo el mundo habría de aceptar la proclamación kantiana de que el hombre existe como un fin en sí mismo?

Los adictos a la racionalidad instrumental, dice Muguerza,  negarían lo anterior y, consecuentemente, que quepa hablar de razón práctica, pero en caso contrario… estaremos autorizados a indagar la posibilidad de argumentar en pro del aserto kantiano de que el hombre es un fin en sí mismo. Tugendhat sostiene que es un “hecho empírico” que tanto con respecto a nuestra vida como a la de los demás mantenemos relaciones de estimación (y desestimación) recíprocas, que nos hacen sentir a cada quien como uno entre todos y sometidos de este modo a una moralidad común.  Sobre un tal hecho se podría pasar luego a construir una “moral del respeto recíproco”, en la que los miembros de la comunidad moral nos otorgaríamos recíprocamente la consideración de fines.

Según Muguerza, la argumentación de Tugendhat conlleva que el imperativo de la disidencia presuponga el principio de universalización, ya que éste se halla a la raíz de su concepción de la moral del respeto recíproco, válida al mismo tiempo para uno que para todos. Pero quizá tal presuposición sea prescindible, pues el imperativo de la disidencia podría valer en principio para un solo individuo, a saber, el que disiente y hace suya la moral del respeto recíproco entendida como la resolución de no tolerar nunca ser tratado, ni tratar consecuentemente a nadie, únicamente como un medio, esto es, como un mero instrumento.

El sujeto moral –con capacidad de autoconciencia y autodeterminación- aspira a ser un sujeto de derechos humanos. El sujeto empírico, ese hombre o mujer que somos cada cual no es igual a sujeto de derechos, dice Muguerza, sino que sólo el sujeto moral que somos (y que puede ser también una colectividad o sujetos impersonales) aspira a tener el derecho a ser sujeto de derechos. Ahora bien, nada ni nadie tiene que concedérselo a un sujeto moral en plenitud de sus facultades, sino que ha de ser él mismo quien se lo tome al afirmarse como hombre. I am a human being rezaban las pancartas que portaban los seguidores de Martin Luther King. ¿Y cómo sería posible negar la condición humana a quien afirma que la posee, aun cuando de momento no lo sea jurídicamente reconocida?

La lucha por los derechos humanos, afirma Muguerza, no es irónicamente – en honor del crítico  Karl Marx- más que la lucha contra las múltiples formas de alienación que el hombre ha conocido y padecido.

El refrán popular “Nadie es más que nadie” ha sido a veces presentado como el fruto de una repudiable actitud de resentimiento negadora de toda excelencia, pero quizá se entienda mejor en su versión equivalente “Nadie es menos que nadie”.

El  “individualismo ético” que defiende Javier Muguerza aquí con el imperativo de la disidencia no equivale al derecho de resistencia. Y frente a quienes temen la deriva a que pudiera dar paso este individualismo ético, recuerda que el iusnaturalismo no fue a la zaga del iuspositivismo en orden a servir de cobertura ideológica legitimante del nazismo.

El imperativo de la disidencia- que prescribe decir que no frente al Derecho injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda estar- tendría que ser la de que  los protagonistas de la vida del derecho somos todos o, mejor dicho, debemos serlo todos. Concluye, Muguerza, citando directamente al filósofo de la esperanza, Ernest Bloch:

“ De esa lucha por realizar lo que llamara Bloch un día “la justicia desde abajo” forma parte principalísima la disidencia frente a la nada infrecuente inhumanidad del Derecho, no menos lamentable y peligrosa en sus consecuencias que la ausencia de todo Derecho. La  justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se vuelve de ordinario contra aquella justicia, contra la injusticia esencial que se arroga la pretensión en absoluto de ser la justicia.

Charo Ochoa

Club de lectura filosófica «María Zambrano»