“Todavía me cuesta creer que apenas 35 gramos de acero y uno de pólvora hayan podido acabar con una familia” (p.11) Tuvimos la ocasión de ver y escuchar a Sara Jaramillo hablar sobre su obra hace unos meses en una sesión organizada por el proyecto Bibliotecas sin fronteras, con el club de lectura de la biblioteca A. Durán Gudiol y el club de lectura Tardes de café, de la Biblioteca pública “La Floresta“ de Medellín.    

Nos sorprendió totalmente cómo una mujer tan fuerte, tan optimista, describe en una novela autobiográfica y puramente intimista las dolorosas reflexiones y vivencias familiares ante la muerte de su padre por un sicario, en el Medellín de los años 90. Cómo además es consciente de que, en aquellos tiempos y en ese lugar, su vivencia no es única, ni particular, sino lamentablemente la tónica general de una ciudad gobernada por Pablo Escobar, hombre fundador del cartel de Medellín, que de 1987 a 1993 estuvo en la lista Forbes de los hombres millonarios del planeta. Un Medellín de días raros, semáforos en los que no se paraba, bombas, muertes, niños sicario. “Niños de comuna, sin nada que perder y algún dinero que ganar por apretar el gatillo” (pág. 13), que tenían dos altares, a Pablo Escobar y a la virgen de la milagrosa para tener puntería.

La violencia ejercida contra su familia repercutió de forma intangible en cada uno de ellos, cinco hermanos. Se quedaron solos, huérfanos de padre y con una madre al frente refugiada en el silencio, obligada a ser padre también. La ausencia, la lucha contra el olvido, el trauma solo podrá superarlo pasado el tiempo, siendo consciente de la inutilidad de la queja, de la necesidad de “no pensar en ello”, de la necesidad, para continuar, de aceptarlo para seguir. En definitiva, de “matarlo” para poder avanzar.

El día que mataron a su padre creció 30 años de repente, tuvo que madurar por necesidad, ejercer de madre de sus hermanos, “la muerte y los hijos no tienen reversa” (pág 94), y su experiencia vital le lleva a querer ser prescindible, a necesariamente ser prescindible para no hacer daño, para no dañar…

No solo perdió a un padre, también perdió a un hermano que traspasó la línea y se mató en un accidente como consecuencia de las drogas. Los demás son supervivientes. Nos encontramos una escritura sin tapujos, directa, llena de reflexiones íntimas y vitales.

“En esa época en Medellín, nadie podía decir que ibas a estar bien” (pág. 97). A ella le salvaron la vida los libros, “desecho la idea de morir porque los muertos no pueden leer” (pág. 98).

Ver caer a su hermano en el túnel, a su tío en la indigencia, nos muestran una postura dura e incluso intransigente con según que actitudes vitales. Su tío, sombra que resulta incómodo mirar, “muerto que vive o vivo muerto” (pág. 125) sobrevivió a una sobredosis, a palizas, a golpes, y murió a los 70 años como una sombra menos que pisar, en cambio su padre murió de un solo balazo.

Inevitable relacionar este libro con El olvido que seremos de Héctor Abad, por cierto, artífice de la publicación de esta obra.

Aran Añaños